viernes, 30 de junio de 2017

El hombre gris.

Era un vacío imponente. Un hueco en el pecho. Mi hueco.

Todo él, una pausa sonora, un suspiro entrecortado, la ventisca más gélida.

El día en que lo encontré , nos movíamos grácilmente sorteando a tientas los epitafios que componían una ciudad oscura, cuarteada por la niebla, sumida en la fría brisa azul de un enero cualquiera.
Y yo, como polilla suicida que avanza sin tregua hacia una luz fulgurante y lejana, abracé la calidez helada que desprendía su cuerpo enjuto. Y durante una pequeña eternidad fuí capaz de fundirme en ella, desarrollando así la capacidad para amoldarme.

El hombre gris tenía un corazón casi diminuto y rocoso, aunque amplio en su interior,  recubierto de una hiedra verdosa y blanda.
Era húmedo, bizarro, curiosamente mágico, triste, sombrío. Y estaba roto, deslabazado por completo.  Extraviado, perdido. No era suyo, tampoco mío. Él no era de nadie.

Abrazarle era suplir y rellenar carencias, algo así como alcanzar la felicidad durante algo más de 322 instantes, para después, cuando se marchase, regresar al mismo estado de neutralidad agónica.
Tenía unos ojos pequeños, que parecían dos piedras negras y brillantes, de textura suave. Cuando clavaba su mirada en mí, aunque fuese inconscientemente, tenía el poder de hacer temblar el suelo bajo mis piés.  Su presencia conseguía partir todos mis esquemas y derribar las bases y pilares que conformaban mi mundo.

Pero se marchó. Aunque a día de hoy tampoco estoy muy segura de hasta que punto lo hizo. De hecho, creo que fuí yo la misma  que le cedió sus propias alas de un modo sistemático, involuntario  y le vendió una metáfora revestida, extrañas premisas impregnadas de una felicidad anodina con tal de verle volar, aún con la certeza de que durante algún tiempo sería incapaz de alzarme más de dos palmos sobre el suelo.

Ahora vuela libre.

Y yo, yo pese a todos sus intentos sigo siendo mediocre.

Pero una mediocre de colores.

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