Nunca me he parado a mirar unos ojos con tanta intensidad como
para poder describirlos fervientemente. Resulta complejo, enrevesado, traicionero. Aún más incluso, cuando tu
inspiración regresa paulatinamente y
funciona a suspiros impregnando por completo
una esencia que a veces confundes y ni siquiera crees como tuya.
El mundo está lleno de ojos, miradas bellas. De personas con
rostros etéreos, que viajan sin cesar en el vértigo constante de un mundo que no se detiene aunque otros se rindan.
(Y puedo asegurar que yo también me proclamaba rendida cuando lo miraba a los ojos. Y que en aquel tumulto de rendiciones alcanzaba una felicidad que podría haberse considerado como un estado perpetuo e inmutable)
Seres extraños, con rostros bizarros, anodinos; circulando por las callejuelas de alguna ciudad banal con la esperanza de encontrarle un sentido a todo esto. Retorciéndose en sus alcobas a la par que creyéndose existencialistas mientras lo ridiculizan todo, sintiéndose de algún modo, relevantes.
Y por ello divago. Porque a veces también se coartan mis
palabras y mi voz queda reducida a una burbuja tenue que lucha incesable por
emerger a una superficie en la que ya no queda más oxígeno.
Estaba caminando por la orilla de la playa cuando en mi
mente se entrecruzó un pensamiento furtivo, indolente, que más bien se
asemejaba a una sensación, evocando así un sentamiento de algo que hasta entonces había creído completamente perdido, roto en lo indefinido de mi ser.
Mi mirada se volcó de lleno en
la infinidad de aquella explanada acuosa que se ceñía en torno a mis
extremidades. Cogí aire despacio, sintiendo la sal palpitar dentro de mis fosas
nasales.
Y lo ví. Al principio comenzó como un soplo de aire
fresco prendido en la brisa marina del ocaso.
La masa de aire se desplazó hasta
fundirse en mitad del océano tomando impulso para crear una curva que comenzó
a enervarse progresivamente hasta dar paso a una vorágine de agua color
verdoso.
Me sumergí de lleno en el vórtice de la ola, sentí el caos de aquella
espuma blanca recorriéndome hasta las entrañas cuando alcancé la inmaculada
cúspide. Percibí hasta la última gota de la catástrofe haciéndola mía, añadiéndola a mi propio caos, al torbellino que se formaba en mi estómago cada vez que lo tenía a dos centímetros, cada vez que me faltaba el aire.
No sabía que alguien pudiese tener hasta la última gota del océano contenida en cada iris.