lunes, 7 de diciembre de 2015

-Cuéntame una historia- Dijo con la voz rota.

Un suspiro apagado bañó la luz de sus pequeñas pupilas. Era como si el aire hubiera quebrado todas las notas que componían la melodía de su voz y estas se hubiesen quedado estancadas vagando por el pequeño espacio que (Como un pequeñísimo y transparente hilo) nos unía.

Tenía la voz de quien ha vivido demasiado. Un sonido sordo, seco, certero, que a mi parecer se elevaba flotando por encima de todos los trastos allí apontocados y la banalidad asfixiante de aquella angosta habitación.
Su voz era también el fantasma de algún grito de dolor, rabia e incluso alivio del pasado, esa clase de gritos que únicamente se dan cuando se está librando una batalla o mejor aún: Cuando esta ha terminado y sólo queda un acuerdo momentáneo de paz entre las dos partes del conflicto, varias promesas de olvido y unas cicatrices a lo largo y ancho del pecho que tan sólo la desafortunada víctima puede apreciar.

"Pero, ¿Qué historia?" Pregunté yo entonces para mis adentros. Pensé en todos los cuentos que tanto solían fascinarme desde pequeña y que se hallaban en aquellos libros exageradamente vistosos y coloridos, en el trasfondo de una canción que tarareas de modo sistemático o en las bocas arrugadas de ancianos con rostro muy afable y aún mayor sabiduría. Al momento supe que no iba a conformarse con algo así. Lo vi en sus ojos sagaces, hambrientos, repletos de curiosidad. Quería una parte de mi alma envasada al vacío, que le contase la crónica de mis mil noches sin dormir, un pequeño pedacito de mis ojeras y quizás, que le confesase qué o quien era el responsable de tan oscura aparición.


La confusión debió reflejarse en mi semblante, porque abrió levemente los labios para decirme:

-Esta vez no tiene que ser algo que te duela- Su voz se me antojó como un chasquido que rompió el silencio de forma brusca, inocua.
Fuera, varios pajarillos revoloteaban en el alféizar de la ventana y al poco tiempo, desplegaron sus alas todavía jóvenes para emprender un vuelo rápido hasta el tejado vecino. El silencio volvió a llenar la habitación de una forma tan plena que me estremecí.

-Quiero que me cuentes la historia de cuando eras feliz- Estas palabras las pronunció con una tibieza e inocencia casi infantiles, dignas de un niño de mejillas sonrosadas que corre tras el balón en un día de lluvia con las rodillas ensangrentadas y embarradas al descubierto. Una tenue sonrisa, prácticamente imperceptible se dibujó en su cara y al poco tiempo esta volvió a recuperar su particular aspecto sombrío y cargado de incertidumbres.


Aquella inesperada propuesta hizo que me invadiese una sensación muy extraña.

"De cuando eras feliz" 
Dichas palabras me hicieron sentirme completamente desnuda y desprotegida. La coraza que yo misma había forjado para protegerme de la realidad se fracturaba con avidez dejando al descubierto un corazón todavía tierno, puede que demasiado herido y fácilmente permeable.
Su mirada sabia y vivida me confirmó los sospechado: " No eres feliz, por eso quiero que me hables de aquella época en la que sí lo eras" pareció decirme. Entornó levemente los párpados y desvió la mirada.

Muy pensativa, crucé las manos nerviosamente y comencé a juguetear con un anillo que llevaba puesto en el dedo índice ante su mirada escrutadora. Entrelacé ambos tobillos, uno encima del otro y luego los volví a poner en el suelo estrepitosamente. Después de aquel brusco preludio, alcé la cabeza, relajé la tensión acumulada en mis hombros y comencé a tejer una historia.

Mi voz voló por todos los rincones de la habitación, sonó clara, etérea, como el instrumento previamente afinado por algún músico prodigioso. No la miré a los ojos, pues no sabía que hallaría y no quería impregnar mis palabras de su desaprobación, rechazo o incluso aquella incertidumbre que tan característica le era.
Rebusqué en mi interior, en lo más profundo de mi ser, cerré los ojos y traté de hacer vivas aquellas palabras, intenté que pudiese perderse en ellas y sentirlas tal y como yo lo estaba haciendo.

Por eso mismo le hablé del rocío que poblaba el césped verde y las hojas cada mañana. Le conté lo que me gustaba trepar los árboles del jardín, correr casi al ras de la hierba y sentir como esta me hacía cosquillas en las plantas de los pies. Le describí lo más acertadamente que pude esa maravillosa sensación que tienes cuando corres a gran velocidad por la orilla del mar y el agua te salpica en la cara y notas el sabor de la sal bailando en tu boca o cuando te ríes tanto que crees que el pecho te va a estallar de pura felicidad y tienes la absoluta certeza de que podrías morir en ese preciso instante y estar en paz por toda la eternidad.

Le hablé de aquel último verano, de las puestas de sol, de las tiendas de campaña que construíamos en el jardín, de unos labios que por error besé y que me condujeron a la más dulce de las catástrofes.

Intenté explicarle con pelos y señales como era el color de los ojos más bonitos que he visto y me di cuenta de que no tenía palabras para expresar tanta belleza en una sola sílaba. Le hablé de lo que sentí aquella vez en la que tanto me arriesgué apostando una mirada y de como posteriormente gané porque  se me desheló el corazón.

Le conté que cuando allí anochecía todo parecía sacado de un cuento de hadas, adornaban el jardín con luces y farolillos de colores y creías ver pequeños duendes revoloteando por encima de los frondosos álamos y los arbustos cargados de fresas. Le hablé de las fiestas de disfraces, de los juegos, del olor a mar y de como siempre he sentido que de algún modo provengo de sus profundidades.
Quise explicarle detalladamente como era el sótano y todos y cada uno de los misterios y secretos que se ocultaban entre sus paredes, algunos míos y otros atrapados allí durante milenios, venidos quizás de otro tiempo en que una sola palabra podía ser sinónimo de absoluta perdición.

Reí a carcajadas, lloré, me sentí eufórica y la melancolía invadió todo mi ser. Terminé exhausta, con la voz completamente afónica. La miré a los ojos una última vez y dejé caer mi cuello para dar por terminada aquella actuación. Me sentí pues, como una pequeña muñeca de madera danzando a tientas por un escenario repleto de trampas y recovecos desconocidos. El escaso público, muy a lo lejos la miraría con una mezcla de desprecio y ternura; Y probablemente dudaría entre aplaudir o marcharse de allí olvidando todo aquel  lamentable espectáculo.


Comencé a levantarme para abandonar la habitación cuando me topé queriendo o sin querer con su mirada. Varias lágrimas le resbalaban por la mejilla derecha y tenía una sonrisa enorme en los labios.

Entonces,  de algún modo comprendí que no había sido feliz durante tanto tiempo como para contar una historia en la que todas sus partes pudiesen cohesionarse de modo perfecto, pero sí que tenía momentos, diversos momentos que pese a pertenecer a años y fechas completamente distintas podían servirme para explicar aquellas veces en las que había sido completamente feliz.
Y si era capaz de conservar dichos minutos e incluso segundos y saber revivirlos en mi memoria habría logrado el gran reto de vivir para siempre.

sábado, 10 de octubre de 2015

Relato. Parte 1.

12 de enero del año 1946.

Nunca he tenido facilidad para olvidar, ya se trate de diversos y triviales acontecimientos o sencillamente personas. Digamos que yo siempre he sido más de entregarme a los recuerdos y dejarme llevar por ellos, permitirme el placer de revivir la misma cosa una y otra vez. A veces los recuerdos hacen daño, se instalan en la memoria dibujando sendos y desvaídos anillos como los que se forman en los fibrosos troncos de los árboles más ancianos del bosque. En otras ocasiones nos acompañan durante algún tiempo y luego se deciden a abandonarnos dejando nuestra mente envuelta en una polvorienta y caótica nebulosa, un cruel recordatorio de aquello que pudo ser pero que de un modo u otro nunca fué.


Hay días en que los recuerdos acuden a mi mente con más fluidez que otros. Hoy es uno de esos días. Estoy nostálgica.

Las campanas de alguna iglesia vecina repiquetean con violencia en mis oídos sacándome por completo del sueño ligero y angustioso en el que llevo más de una hora sumida. Anoche me quedé dormida en el sofá de la entrada y tengo los dedos de los pies agarrotados. Si me preguntas, no sabría decirte que fue lo que hice ayer o cuáles fueron las razones exactas por las que decidí dormir en el duro y frío sofá en lugar de en mi mullida cama.
Desde hace un tiempo me sucede algo extraño. Claire, mi hija dice que debería visitar a un médico, pero como tampoco ha puesto especial interés en el asunto me he decantado por no insistir. Entre otras cosas, no me gustan los hospitales, con esa blancura casi celestial y esas enfermeras de sonrisa anodina y palabras tranquilizadoras. La muerte tiene el olor del antiséptico que flota por todas y cada una de sus pálidas habitaciones y últimamente me viene pisando los talones. No se puede huir de la muerte, no hay un modo de burlarla o darle esquinazo, pero puedes aprender a ignorarla cuando la sientes cerca.
De modo que apoyo con mucho cuidado mis viejas y doloridas extremidades en el raído sofá y me tapo hasta la barbilla con una manta de cuadros que huele a un perfume que se me antoja completamente desconocido. Podría ser el de Claire o el de alguna de mis nietas, pero de alguna manera no soy capaz de recordar sus respectivos olores. Frustrada por mi incapacidad para acordarme de cosas tan sumamente cotidianas decido abandonarme en los brazos del  espeso y neblinoso sueño que lleva acosándome con bastante énfasis desde los últimos dos meses.

Cierro mis párpados cansados y repletos de arrugas. Aferro con fuerza las esquinas deshilachadas de la manta ignorando todo lo que me duelen los dedos a causa de  la artritis.
Y comienza la aventura.
Al principio viajo por los lugares más recónditos de mi memoria con una velocidad casi inaudita. Risas, colores, sabores, miradas, medias y enteras sonrisas, luces, gritos, murmullos, música, frío, el olor que deja la lluvia cuando amaina. Recuerdos de toda una vida y que dejan de existir cuando morimos. Al fin y al cabo todo está en nuestras neuronas. No somos más que un conjunto de conexiones, de hilos perfectamente entrelazados que algún día se quebrarán. Y entonces, entonces ya no nos quedará absolutamente nada.

Continúo moviéndome a ritmo vertiginoso, aunque realmente no soy yo la que se mueve, es una extraña y magnética fuerza que me eleva y maneja mi cuerpo a su merced. Presiento que tiene sus propios planes acerca de lo que sucederá a continuación, no soy dueña de mis movimientos. Me siento etérea, frágil como una muñeca de porcelana. Entonces me detengo bruscamente o mejor dicho, es la extraña fuerza la que lo hace, dejándome suspendida por encima del espacio y el tiempo. El abismo se cierne ante mí, es oscuro y resulta imposible ver el fondo. La fuerza me arroja súbitamente por el precipicio de mi mente y no hay nada que esté en mis manos para evitarlo.
Antes de que  pueda darme cuenta estoy cayendo. La sensación de vértigo repta con macabra suavidad por mi estómago aferrándolo con sus uñas pútridas y negras. Quiero ascender de nuevo a la superficie, despertarme, recordar, llamar a Claire y quizás decirle lo de ir al médico, pero la fuerza parece tener otros planes para mí.
Justo cuando creo que voy a desfallecer, todo se detiene.

12 de enero del año 1946

Abro los ojos con lentitud, los he tenido cerrados con fuerza durante todo este tiempo. En el lugar en el que me encuentro es de noche cerrada, la luna se abre paso ufana entre un cúmulo de nubes muy finas y de color gris. Estoy varada en mitad de una calle ancha por la que apenas circula el tráfico. Miro hacia mis piernas, ahora son jóvenes, finas y bien contorneadas. Llevo unos zapatos negros con escaso tacón y alcanzo a ver una sutil enagua ondeando por encima de mis rodillas como una bandera.

No me había percatado, pero aferro con fuerza una pequeña maleta hecha con lata. Tiene adherida a su superficie metálica una etiqueta en la que puede leerse: "Sastrería Kensington High st". La abro cuidadosamente y cuando tanteo en su interior recibo un brusco pinchazo en el dedo corazón: Está llena de agujas, alfileres, botones, imperdibles y demás instrumentos de costura.

Entonces empiezo a recordar.

12 de enero del año 1946. Londres.
Mi turno en la sastrería ha terminado hace media hora. Estoy extenuada, me pesan las piernas y tan sólo tengo ganas de llegar a casa y sumergir los pies en un barreño de agua caliente y bicarbonato. Camino a toda prisa por la acera, el sonido del viento y el claqueteo que emiten mis zapatos al estrellarse contra el pavimento son mis únicos compañeros esta noche. La calle es muy ancha y larga, pero finalmente llego a un pequeño cruce que atravieso sin pensar, supongo que llevo demasiado tiempo haciendo el mismo trayecto. Me detengo durante unos instantes para recobrar fuerzas y atarme de nuevo mis zapatos, los cuales me producen dolorosas ampollas. Tras unos instantes de calma vuelvo a reanudar la marcha, esta vez continúo andando por una calle bastante luminosa que desenvoca verticalmente en una pequeña plaza. Habitualmente no sigo este trayecto porque es más corto y me gusta pasear, pero hoy me encuentro especialmente cansada.

miércoles, 10 de junio de 2015

Dejar de lado la vereda de la puerta de atrás.

De algún modo, había vuelto a aparecer en mis pesadillas de media noche.
Sus ojos violáceos me sonrieron de forma burlona cuando, una vez más, intenté escapar atemorizada del submundo que separa la cruda realidad de los sueños truncados.
He de decir en mi defensa que habíamos estado cerca. Muy cerca. Nuestros labios, digo.
El se aproximó paulatinamente a mí y uno de sus dedos huesudos me rozó el mentón, dejándome la suave caricia de un arañazo.
Una vena cerúlea le soldaba el cuello con un corazón que no existía y que solamente yo podía ver.
Noté su cálido aliento latiendo en mis oídos. Palpé su cuerpo de acero y cicatrices. Musitó algo que en aquel instante se me antojaba vagamente incomprensible.

Y dejé de escuchar.

El cielo, con aquel color verdoso se cernía por encima de nuestras cabezas como el caparazón marchito y rugoso de una tortuga gigantesca. Supuraba un humor azulado que a su vez emanaba el calor de aquel verano, un viento tórrido que a mí me enfriaba los huesos.
Crucé los dedos.
Y permití que me besara. Sus labios me hicieron daño, eran esquirlas de metal astillado y caliente estrellándose contra la superficie más árida e inexpugnable.

Fue entonces cuando me desperté.