sábado, 10 de octubre de 2015

Relato. Parte 1.

12 de enero del año 1946.

Nunca he tenido facilidad para olvidar, ya se trate de diversos y triviales acontecimientos o sencillamente personas. Digamos que yo siempre he sido más de entregarme a los recuerdos y dejarme llevar por ellos, permitirme el placer de revivir la misma cosa una y otra vez. A veces los recuerdos hacen daño, se instalan en la memoria dibujando sendos y desvaídos anillos como los que se forman en los fibrosos troncos de los árboles más ancianos del bosque. En otras ocasiones nos acompañan durante algún tiempo y luego se deciden a abandonarnos dejando nuestra mente envuelta en una polvorienta y caótica nebulosa, un cruel recordatorio de aquello que pudo ser pero que de un modo u otro nunca fué.


Hay días en que los recuerdos acuden a mi mente con más fluidez que otros. Hoy es uno de esos días. Estoy nostálgica.

Las campanas de alguna iglesia vecina repiquetean con violencia en mis oídos sacándome por completo del sueño ligero y angustioso en el que llevo más de una hora sumida. Anoche me quedé dormida en el sofá de la entrada y tengo los dedos de los pies agarrotados. Si me preguntas, no sabría decirte que fue lo que hice ayer o cuáles fueron las razones exactas por las que decidí dormir en el duro y frío sofá en lugar de en mi mullida cama.
Desde hace un tiempo me sucede algo extraño. Claire, mi hija dice que debería visitar a un médico, pero como tampoco ha puesto especial interés en el asunto me he decantado por no insistir. Entre otras cosas, no me gustan los hospitales, con esa blancura casi celestial y esas enfermeras de sonrisa anodina y palabras tranquilizadoras. La muerte tiene el olor del antiséptico que flota por todas y cada una de sus pálidas habitaciones y últimamente me viene pisando los talones. No se puede huir de la muerte, no hay un modo de burlarla o darle esquinazo, pero puedes aprender a ignorarla cuando la sientes cerca.
De modo que apoyo con mucho cuidado mis viejas y doloridas extremidades en el raído sofá y me tapo hasta la barbilla con una manta de cuadros que huele a un perfume que se me antoja completamente desconocido. Podría ser el de Claire o el de alguna de mis nietas, pero de alguna manera no soy capaz de recordar sus respectivos olores. Frustrada por mi incapacidad para acordarme de cosas tan sumamente cotidianas decido abandonarme en los brazos del  espeso y neblinoso sueño que lleva acosándome con bastante énfasis desde los últimos dos meses.

Cierro mis párpados cansados y repletos de arrugas. Aferro con fuerza las esquinas deshilachadas de la manta ignorando todo lo que me duelen los dedos a causa de  la artritis.
Y comienza la aventura.
Al principio viajo por los lugares más recónditos de mi memoria con una velocidad casi inaudita. Risas, colores, sabores, miradas, medias y enteras sonrisas, luces, gritos, murmullos, música, frío, el olor que deja la lluvia cuando amaina. Recuerdos de toda una vida y que dejan de existir cuando morimos. Al fin y al cabo todo está en nuestras neuronas. No somos más que un conjunto de conexiones, de hilos perfectamente entrelazados que algún día se quebrarán. Y entonces, entonces ya no nos quedará absolutamente nada.

Continúo moviéndome a ritmo vertiginoso, aunque realmente no soy yo la que se mueve, es una extraña y magnética fuerza que me eleva y maneja mi cuerpo a su merced. Presiento que tiene sus propios planes acerca de lo que sucederá a continuación, no soy dueña de mis movimientos. Me siento etérea, frágil como una muñeca de porcelana. Entonces me detengo bruscamente o mejor dicho, es la extraña fuerza la que lo hace, dejándome suspendida por encima del espacio y el tiempo. El abismo se cierne ante mí, es oscuro y resulta imposible ver el fondo. La fuerza me arroja súbitamente por el precipicio de mi mente y no hay nada que esté en mis manos para evitarlo.
Antes de que  pueda darme cuenta estoy cayendo. La sensación de vértigo repta con macabra suavidad por mi estómago aferrándolo con sus uñas pútridas y negras. Quiero ascender de nuevo a la superficie, despertarme, recordar, llamar a Claire y quizás decirle lo de ir al médico, pero la fuerza parece tener otros planes para mí.
Justo cuando creo que voy a desfallecer, todo se detiene.

12 de enero del año 1946

Abro los ojos con lentitud, los he tenido cerrados con fuerza durante todo este tiempo. En el lugar en el que me encuentro es de noche cerrada, la luna se abre paso ufana entre un cúmulo de nubes muy finas y de color gris. Estoy varada en mitad de una calle ancha por la que apenas circula el tráfico. Miro hacia mis piernas, ahora son jóvenes, finas y bien contorneadas. Llevo unos zapatos negros con escaso tacón y alcanzo a ver una sutil enagua ondeando por encima de mis rodillas como una bandera.

No me había percatado, pero aferro con fuerza una pequeña maleta hecha con lata. Tiene adherida a su superficie metálica una etiqueta en la que puede leerse: "Sastrería Kensington High st". La abro cuidadosamente y cuando tanteo en su interior recibo un brusco pinchazo en el dedo corazón: Está llena de agujas, alfileres, botones, imperdibles y demás instrumentos de costura.

Entonces empiezo a recordar.

12 de enero del año 1946. Londres.
Mi turno en la sastrería ha terminado hace media hora. Estoy extenuada, me pesan las piernas y tan sólo tengo ganas de llegar a casa y sumergir los pies en un barreño de agua caliente y bicarbonato. Camino a toda prisa por la acera, el sonido del viento y el claqueteo que emiten mis zapatos al estrellarse contra el pavimento son mis únicos compañeros esta noche. La calle es muy ancha y larga, pero finalmente llego a un pequeño cruce que atravieso sin pensar, supongo que llevo demasiado tiempo haciendo el mismo trayecto. Me detengo durante unos instantes para recobrar fuerzas y atarme de nuevo mis zapatos, los cuales me producen dolorosas ampollas. Tras unos instantes de calma vuelvo a reanudar la marcha, esta vez continúo andando por una calle bastante luminosa que desenvoca verticalmente en una pequeña plaza. Habitualmente no sigo este trayecto porque es más corto y me gusta pasear, pero hoy me encuentro especialmente cansada.