domingo, 26 de noviembre de 2017

El principio de la lágrima.

Nunca me he parado a mirar unos ojos con tanta intensidad como para poder describirlos fervientemente. Resulta complejo, enrevesado, traicionero. Aún más incluso, cuando tu inspiración regresa paulatinamente y  funciona a suspiros impregnando por completo una esencia que a veces confundes y ni siquiera crees como tuya. 
El mundo está lleno de ojos, miradas bellas. De personas con rostros etéreos, que viajan sin cesar en el vértigo constante de un mundo que no se detiene aunque otros se rindan. 
(Y puedo asegurar que yo también me proclamaba rendida cuando lo miraba a los ojos. Y que en aquel tumulto de rendiciones alcanzaba una felicidad que podría haberse considerado como un estado perpetuo e inmutable)
Seres extraños, con rostros bizarros, anodinos;  circulando por las callejuelas de alguna ciudad banal con la esperanza de encontrarle un sentido a todo esto. Retorciéndose en sus alcobas a la par que creyéndose existencialistas mientras lo ridiculizan todo, sintiéndose de algún modo, relevantes. 

Y por ello divago. Porque a veces también se coartan mis palabras y mi voz queda reducida a una burbuja tenue que lucha incesable por emerger a una superficie en la que ya no queda más oxígeno.

Estaba caminando por la orilla de la playa cuando en mi mente se entrecruzó un pensamiento furtivo, indolente, que más bien se asemejaba a una sensación, evocando así un sentamiento de algo que hasta entonces había creído completamente perdido, roto en lo indefinido de mi ser.
Mi mirada se volcó de lleno en la infinidad de aquella explanada acuosa que se ceñía en torno a mis extremidades. Cogí aire despacio, sintiendo la sal palpitar dentro de mis fosas nasales.

Y lo ví. Al principio comenzó como un soplo de aire fresco prendido en la brisa marina del ocaso.
 La masa de aire se desplazó hasta fundirse en mitad del océano tomando impulso para crear una curva que comenzó a enervarse progresivamente hasta dar paso a una vorágine de agua color verdoso.
 Me sumergí de lleno en el vórtice de la ola, sentí el caos de aquella espuma blanca recorriéndome hasta las entrañas cuando alcancé la inmaculada cúspide. Percibí hasta la última gota de la catástrofe haciéndola mía, añadiéndola a mi propio caos, al torbellino que se formaba en mi estómago cada vez que lo tenía a dos centímetros, cada vez que me faltaba el aire. 

No sabía que alguien pudiese tener hasta la última gota del océano contenida en cada iris. 

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Delirio.

La última vez que ella le vio, tenía los labios cuarteados.
Lo recuerdo bien, me dice, la boca me sabía a bálsamo de miel de abeja de la farmacia de la esquina.
Y llevaba un ramillete de petunias maltrechas por las inclemencias del tiempo.
Ay. Se lamenta haciendo un mohín de pintura labial rancia mientras extiende con un dedo artrítico el color cremoso y desvaído por cada grieta de su minúscula boca, que como las raíces de un árbol en la tierra húmeda de la mañana, se abren paso entre su carne.

Tenía los pies helados, afirma entrecerrando los ojos. Una mueca de dolor muy alejado de lo físico se dibuja en su rostro.
Y el día, el día era una especie de masa de aire comprimido y tenso de un color turbio, gris.
"Aquella mañana me mareé cuando salí a la calle. El pavimento se tornó poco conciso. Por un momento me vi incapaz de vislumbrar algo más que no fuese una cortina negra y relampagueante"
Le crujen las piernas cubiertas por unas medias finas y polvorientas. Yo la miro sin saber muy bien que decir.

Tuvieron que caer las primeras gotas. No me lo dice, pero lo sé. Y de seguro que también tuvo que sentir como una laguna se había formado dentro de sus zapatos, para lograr desviar la atención, estirar las manos y que la piel agrietada se abriese de par en par, para dejar fluir la sangre cortante y coagulada.
Sería entonces, en ese preciso instante, cuando se percató de su presencia.
Lo encontró rígido, aterido por el frío. Llevaba una boina burdeos, se lamenta. Y las manos en los bolsillos. Y se había quitado la barba.
Su cuerpo se hallaba ligeramente inclinado hacia la derecha. "Que seguramente no sería la tuya", me dice, "Soy zurda. Pero sé que se refugiaba en los soportales de la iglesia"

La corona de flores que antaño había llevado prendida se deshizo. Ninguna flor es capaz de resistir la tormenta si se encuentra a la intemperie. Si tiene el corazón forjado con cristales rotos, con el pesar de los años y las desesperanzas.
A nadie le gusta bailar solo, dice ella sin mirarme. A nadie le gusta que lo abandonen en mitad de una canción. Que cada nota. acorde y despunte de la melodía te martiricen el pecho haciéndote un nudo entre costilla y costilla. Y que se te clave en lo más profundo, cada vez más hondo, cada vez más fuerte.
Por un momento creímos encontrar el remedio, la cura para nuestra soledad maldita, que algún día empezaría a llover de otra manera. Porque de felicidad también se llueve, asiente extendiendo su mano hacia el borde de mi falda.

Y que la gravedad nos ancle y nos entierre. Y que la tierra nos sea leve a todos los que en nuestro paso por ella no aprendemos a vivir. A aquellos que caminan echando de menos ese acontecimiento que jamás ocurrió pero que les hubiese proporcionado la chispa definitiva que le faltaba a la mecha, ya prendida, para arder.

La que nace perdida no encuentra el camino nunca, muchacha.
Creerás verlo en los bordes del trayecto, mirándote con unos ojos claros, de seguro. A veces te servirá para forjarte una realidad, probar el fuego y conocer que se siente en esos instantes alejada del frío.
En otras ocasiones, te confundirá y perderá.

"Pero recuerda, te tienes"

Me tengo.

La observo dormirse.
Pero todavía hay veces en las que se agita en sueños murmurando su nombre.

viernes, 30 de junio de 2017

El hombre gris.

Era un vacío imponente. Un hueco en el pecho. Mi hueco.

Todo él, una pausa sonora, un suspiro entrecortado, la ventisca más gélida.

El día en que lo encontré , nos movíamos grácilmente sorteando a tientas los epitafios que componían una ciudad oscura, cuarteada por la niebla, sumida en la fría brisa azul de un enero cualquiera.
Y yo, como polilla suicida que avanza sin tregua hacia una luz fulgurante y lejana, abracé la calidez helada que desprendía su cuerpo enjuto. Y durante una pequeña eternidad fuí capaz de fundirme en ella, desarrollando así la capacidad para amoldarme.

El hombre gris tenía un corazón casi diminuto y rocoso, aunque amplio en su interior,  recubierto de una hiedra verdosa y blanda.
Era húmedo, bizarro, curiosamente mágico, triste, sombrío. Y estaba roto, deslabazado por completo.  Extraviado, perdido. No era suyo, tampoco mío. Él no era de nadie.

Abrazarle era suplir y rellenar carencias, algo así como alcanzar la felicidad durante algo más de 322 instantes, para después, cuando se marchase, regresar al mismo estado de neutralidad agónica.
Tenía unos ojos pequeños, que parecían dos piedras negras y brillantes, de textura suave. Cuando clavaba su mirada en mí, aunque fuese inconscientemente, tenía el poder de hacer temblar el suelo bajo mis piés.  Su presencia conseguía partir todos mis esquemas y derribar las bases y pilares que conformaban mi mundo.

Pero se marchó. Aunque a día de hoy tampoco estoy muy segura de hasta que punto lo hizo. De hecho, creo que fuí yo la misma  que le cedió sus propias alas de un modo sistemático, involuntario  y le vendió una metáfora revestida, extrañas premisas impregnadas de una felicidad anodina con tal de verle volar, aún con la certeza de que durante algún tiempo sería incapaz de alzarme más de dos palmos sobre el suelo.

Ahora vuela libre.

Y yo, yo pese a todos sus intentos sigo siendo mediocre.

Pero una mediocre de colores.