miércoles, 10 de junio de 2015

Dejar de lado la vereda de la puerta de atrás.

De algún modo, había vuelto a aparecer en mis pesadillas de media noche.
Sus ojos violáceos me sonrieron de forma burlona cuando, una vez más, intenté escapar atemorizada del submundo que separa la cruda realidad de los sueños truncados.
He de decir en mi defensa que habíamos estado cerca. Muy cerca. Nuestros labios, digo.
El se aproximó paulatinamente a mí y uno de sus dedos huesudos me rozó el mentón, dejándome la suave caricia de un arañazo.
Una vena cerúlea le soldaba el cuello con un corazón que no existía y que solamente yo podía ver.
Noté su cálido aliento latiendo en mis oídos. Palpé su cuerpo de acero y cicatrices. Musitó algo que en aquel instante se me antojaba vagamente incomprensible.

Y dejé de escuchar.

El cielo, con aquel color verdoso se cernía por encima de nuestras cabezas como el caparazón marchito y rugoso de una tortuga gigantesca. Supuraba un humor azulado que a su vez emanaba el calor de aquel verano, un viento tórrido que a mí me enfriaba los huesos.
Crucé los dedos.
Y permití que me besara. Sus labios me hicieron daño, eran esquirlas de metal astillado y caliente estrellándose contra la superficie más árida e inexpugnable.

Fue entonces cuando me desperté.