domingo, 24 de abril de 2016

Discordante.

Imágenes, que quizás en un mundo más cuerdo, podrían resultar de lo más incongruentes, desfilan encadenadas por el televisor.

Lo mira todo con sus ojos del color de la arcilla y sus matices rojizos se funden con la superficie cristalina de la pantalla.

Allí, dentro de ese pequeño universo encerrado en una caja cuadrada, donde no parece existir ni el espacio ni el tiempo, una mujer de avanzada edad, con profundas arrugas rellenas de bótox y labios bastante parecidos a los de un payaso, habla emitiendo un chirrido desagradable mientras gesticula de modo desmesurado. 
"Los hilos están enganchados en algún lugar comprendido entre sus brazos y su cuello y probablemente, arriba, donde la cámara no enfoca, un hombre se encarga de efectuar sus ridículos movimientos"- Piensa ella.
Una antigua edición de Jane Eyre resbala por sus huesudas rodillas. Quería acabar de leerlo, o al menos lo intentaba. Pero entonces, justo en el momento en que los diminutos dedos se deslizaron inexpertos por las hojas cortantes y antiguas, la mujer oculta en la caja cuadrada comenzó a chillar y asquerosas manchas de sudor con forma de medias lunas se dibujaron en sus axilas. Ahora le estaba gritando a un hombre con un pelo tan sumamente brillante que parecía una peluca de carnaval. Lejos, el público se reía de manera escandalosa y en ocasiones, vitoreaba.

Ansiosa de silencio, dirigió su atención hacia la ventana, como un pajarillo en busca de la libertad, pero el ruido infernal que unos monstruos con ruedas emitían al vagar pegajosamente por el asfalto logró disuadirla. Muy cerca, alguien había hecho un hechizo, para que una canción que abusaba del bajo sonara hasta el infinito.


Pensó que iban a estallarle los tímpanos.


Entornó levemente los párpados.


El ruido de una motosierra le hizo volver a abrirlos. Fue en aquel instante cuando se vio obligada a lidiar con su propia lucha interna hasta ganar la batalla con un atisbo de sonrisa victoriosa quemándole las comisuras de los labios como un disparo a quemarropa.

Atravesó las páginas frescas del libro y habló con el Sr. Rochester, en ese momento el le decía que si se alejaba demasiado, el hilo que los unía terminaría por romperse y él, se desangraría por dentro.

La mujer rubia se calló, probablemente el hombre que la manipulaba como el muñeco parlanchín de algún feriante se habría cansado. Los monstruos del asfalto murieron, la música cesó antes de llegar al infinito y la motosierra cortó algo grande y fibroso.


Ella se sumergió en el corazón palpitante del libro. Su mente se alejó de toda banalidad y sus oídos hallaron el descanso.


Cerró los ojos.

miércoles, 27 de enero de 2016

Pequeño interludio: Más versos rotos.

"La muchacha sabía del fuego lo mismo que de su boca: Dulce ponzoña que quema"

Sabía de las noches frías, 
de su sinrazón, 
de lo que es tener el corazón, no en un puño, sino en una única palmada
sonora y vacua.

Sabía de los espejos en los que no se miraba, 
de las manchas de azogue que hace el olvido
y de los cristales rotos que conformaban los diversos ángulos de su cuerpo.

Sabía de llorar salitre
y de partirse el pecho en una sola nota, 
de los pájaros de lluvia y aire
con los ojos de barro cuarteado .

Sabía de su falda
ardiendo como tea
y de aquellas manos reptando por sus muslos 
como una enredadera.

La muchacha sabía del fuego 
lo mismo que de su boca, 
dulce ponzoña que quema.